martes, 8 de diciembre de 2009

Notas características de la tecnología occidental

Antonio Peña

1. Hay una técnica que está bajo el dominio del hombre: es la instrumental. El hombre no podría vivir sin ello; es como su segunda naturaleza. El hombre reemplaza sus deficiencias físicas y orgánicas con respecto de los demás animales mediante la técnica. Donde hay hombre hay técnica. En pocas palabras: el hombre es un animal técnico. La técnica moderna es sin embargo distinta de la meramente instrumental: es un tejido unitario con base científica, un proceso de autorregulación permanente, cuya planificación determina incluso la invención tecnológica. La invención tecnológica no está más dejada a la inspiración de genios aislados. (1)

El desarrollo tecnológico está estipulado por el conocimiento científico, por la competencia industrial y por el ejercicio del poder. Pero hay una ratio technica que define su desarrollo. En efecto, el desarrollo tecnológico obedece a exigencias como la perfectibilidad, la exactitud, la eficacia, la rapidez, etc., que son en verdad características inmanentes de la técnica misma. 

La relación estrecha e interactuante entre la ciencia, la técnica, la industria y el poder industrial, acaso recién en el siglo pasado. La ciencia moderna, concretamente la física – que no tiene más de tres siglos de historia – se ha originado en una sociedad que conocía ya el reloj mecánico, él péndulo, las armas de fuego (2), que soñaba con la realización del perpetuum mobile, que había comprobado mediante la bombas aspirante que el vacío podía producirse (3). Estas realizaciones servirán de base para una nueva imagen del universo enteramente diferente de las que se habían tenido hasta entonces. La nueva imagen del universo es la mecanicista, que se funda en la idea de un espacio recto e infinito, en un concepto corpuscular de la materia y en la posibilidad teórica de un movimiento inercial puro. Para todas estas ideas o suposiciones no habrían sido siquiera pensables sin los adelantos tecnológicos en el Renacimiento y en los albores de la Época Moderna. Ahora bien, es la imagen mecanicista del universo lo que posibilita y fundamenta los principios teóricos en que se basa la física moderna. Con lo que antecede hemos querido indicar que la ciencia moderna ha sido posible recién con el desarrollo tecnológico de los siglos XV y XVI, y no al revés como suele pensarse comúnmente.

2. La técnica antigua es diferente de la que comienza a desarrollarse en el Medioevo, Características de esta última es que transfiere el esfuerzo muscular humano al animal y a la máquina y que se le usa con propósitos industriales. Si bien se conocían en el mundo antiguo los molinos de agua y de viento, no se les usó más que para la pequeña agricultura. En el Medioevo se los emplea perfeccionando para moler granos, mover los fuelles de las fraguas, agitar martillos hidráulicos, comprimir cueros y posteriormente en la explotación de las minas. En el Medioevo propiamente la mecanización del agro con el empleo del arado de ruedas de triple función halado por caballos en vez de bueyes, con lo que se multiplica la fuerza de tracción: Pero el uso del caballo en su máxima potencialidad exigía a su vez aparejos adecuados: se inventa la collera y los arneses. Antiguamente la fuerza de tracción del caballo era utilizada en forma disminuida: el animal tiraba desde un collar y una cincha en el vientre que amenazaban estrangularlo si halaba con fuerza cosas pesadas. La pólvora como es sabido la inventaron los chinos, pero no la utilizaron sino para juegos artificiales. Los medievales que la reinventaron en el siglo XIII (se dice que un monje de Friburgo, Berthold Schwarz descubrió la capacidad destructiva de una mezcla de salitre, carbón y azufre, que había sido formulada poco antes por otro momje, Roger Bacon), la usaron con fines expansivos y de dominación. Parece también que los chinos inventaron el reloj mecánico mucho antes que los europeos, pero no lo utilizaron sino para medir las revoluciones de los astros; los europeos en cambio lo usan para medir las jornadas de trabajo, independizándose así de los ritmos de la naturaleza. Las jornadas de trabajo eran más largas en verano y más cortas en invierno, por razones obvias. El invento del reloj mecánico, que se produce en Europa quizás es la segunda mitad del siglo XIII(4) contribuye además a tener una idea lineal del tiempo al independizar su flujo de las periodicidades de la naturaleza. Esta actitud lleva a ver no el tiempo en la naturaleza sino la naturaleza en el tiempo, lo que va a ser decisivo para concebir la naturaleza como una máquina.

Los ejemplos podrían multiplicarse, pero los mencionados bastan para dar idea de los propósitos que animan a la técnica europea. Como se ve, hay en ésta desde el inicio el propósito de liberar al hombre del trabajo muscular, pero también de enriquecer a la naturaleza, esto es, de aprovechar las potencialidades de ella para hacerla producir más y diferentemente de los que se da en estado natural. Pero la liberación de la fuerza muscular no significa por modo alguno la liberación del trabajo, sino el comienzo de la racionalización y división del mismo. Se ha buscado en la tradición judeocristiana la explicación de la nueva actitud del hombre frente a la naturaleza. Hay en esta tradición dos ideas que pueden haber influido en el comportamiento del hombre medieval europeo: la creación está al servicio del hombre y el trabajo es un medio de expurgación del pecado original. Se puede discutir sobre la relevancia que tuvieron estas dos ideas en el hombre europeo. Hay incluso la creencia de que en el Medioevo, al igual que en la Grecia Clásica, hubo desprecio por el trabajo manual y práctico. La historia prueba sin embargo, que los conventos y monasterios medievales fueron emporios de actividad manual e industrial, además de intelectual (*). Las ideas cristianas de que la creación ha sido hecha para el hombre y que el trabajo es un castigo pero medio inevitable de su salvación, ha llevado seguramente al concepto de que la naturaleza está allí para ser dominada. En efecto, en la época moderna y como resultado quizás de ese transfondo mítico religioso al que acabamos de aludir, comienza a considerarse a la naturaleza como objeto, opuesto a un sujeto. Objectus en latín es el participio pasado de obiceno que significa arrojar a, poner frente a. El término alemán Gegenstad tiene una etimología semejante: lo que está delante de, frente a. La naturaleza está pues allí frente al hombre como algo distinto. La distinción cartesiana entre res cogitans y res extensa expresa elocuentemente esa separación. El proyecto de conocimiento científico de la naturaleza en el plan moderno se funda en esa distinción, que empero establecida mucho antes por la praxis tecnológica del hombre medieval europeo, según hemos visto. El proyecto de conocimiento científico en plan moderno significó una ruptura epistemológica con la tradición escolástica, mucho más difícil de llevarse a cabo. La asimilación del pensamiento griego y la estructuración de una teología intelectualista sobre la base de esa tradición hacía casi imposible que el pensador medieval pudiera concebir un proyecto de dominación de la naturaleza, en concordancia con lo que venía ocurriendo en el terreno de la técnica. En el horizonte intelectual greco-escolástico se concebía a la naturaleza como inmodificable y subsistente por sí misma. La hyle es algo que tiene en sí un principio de movimiento y desarrollo. Los escolásticos veían en la naturaleza una capacidad creadora (natura maturans) si bien un tanto sacralizada, pues el orden natural se apoya en el sobrenatural del que depende como de fuente original y final. En un afán de adoptar el pensamiento griego al mensaje cristiano – que en puridad del mensaje debió considerar a la “naturaleza” como un concepto anticristiano – el pensador medieval concibió la naturaleza como vicario Del opificis (5). De toda suerte, para el pensador medieval, “sujeto” es lo que para los modernos será “objeto”, objetivo es lo que después será subjetivo. Para ser más claros: sujeto es la substancia, la cosa entendida como res (das Ding), objeto en cambio es lo que se da en el sujeto cognoscente como ese intentionale, (es lo que después será llamado concepto). El intelectual antiguo y medieval se entre cosas y no entre objetos. Al conocerlos se asimila a ellas, se vuelve semejante a ellas. En este sentido, verdad es ser como la cosa realmente es. Esta idea de verdad está incluso hasta en los que la definen como una adaequatio rei et intellectus, pues en último termino de lo que se trata en esta definición es de la adaequatio intellectus ad rem antes que rei ad intellectum. Cuando menos esto es así a nivel humana. Otra es la relación de las cosas con Dios en la que vale la comparación con el artista y su obra. Las cosas son como Dios las ha pensado. El científico moderno, al contrario del escolástico y del griego clásico, al conocer la cosa de distancia de ella mediante la representación que tiene de ello. La operación sobre la representación se vuelve la presentación del fenómeno de la naturaleza. En otros términos, la verdad de una teoría científica no procede de la mera observación sino de la construcción mental a partir de la cual se considera el fenómeno. La característica del hombre moderno – dice Heidegger – no es que tenga una imagen del mundo, sino que toma el mundo como imagen (sonder die Welt als Bild). Ahora bien, ¿qué es lo que Heidegger entiende por “imagen”? El mismo lo dice: es la formación del producir representado (6). Al final pues, la verdad es para el moderno lo que él hace: verum et factum convertuntur. De esa manera conocer la naturaleza es preguntarle para que ella responda mediante el experimento. La ciencia moderna es esencialmente experimental. Para Kant, en quien la relación sujeto-objeto es por primera vez consciente, el mundo es un artefacto: está condicionado y determinado por la subjetividad, si bien el sujeto también está incluido en esa relación. De esa manera vemos que el proyecto científico en plan moderno es en el fondo el mismo que el de la técnica: el dominio de la naturaleza. “El conocimiento de la naturaleza es un presupuesto para su dominio”, dice Francis Bacon (1620) (tantum possumus quantum scimus). Y Descartes piensa que el conocimiento científico tiene sentido sólo si nos hace “moitres et posseurs de la nature” (1637).

La naturaleza devenida objeto es inanimada. El propio Descartes dice despectivamente que entiende por naturaleza no un ser divino o imaginario sino la materia misma “en tanto que la considera con todas las cualidades que le atribuyo” (7). La naturaleza, lo sabemos ahora es extensión: algo cuantificable. La cantidad reemplaza y expresa la cualidad en el proceso de explicación de la naturaleza. Pero al proceso de cuantificación de la naturaleza no escapa el hombre mismo. Al hombre se le mide por su capacidad de trabajo. El salario corresponde no a las necesidades humanas sino a los rendimientos y a la utilidad. “Con la modernidad – dice Klemm – aparece el principio de la ganancia, despreciándose el viejo principio de las satisfacciones corporales del trabajador” (8). Al trabajador, esto es, al hombre se le ha vuelto objeto: se le ha “cosificado”.

3. Actualmente la ciencia, la técnica, la industria y el poder político se hallan de tal modo imbricados en un proceso de producción que es casi imposible concebirlos separados. La ciencia le da a la técnica una unidad y amplitud inusitada y le abre enormes posibilidades de explicación. La técnica de otro lado, hace posible la investigación científica patentizando y hasta creando fenómenos para la observación y consideración científicos. La competición industrial y el poder político son estimuladores de progreso científico-técnico. Sería falso sin embargo, suponer que antes del siglo XIX la ciencia, la técnica, la industria y el poder político marcharan separadamente. Al contrario: todos ellos convergen y se definen por el proyecto del hombre occidental: la dominación de la naturaleza.

En la idea cristiana de la creación, la naturaleza aparece como sierva del hombre. Pero el hombre es también parte de la creación. Al final el hombre terminará siendo siervo o esclavo de su propio proyecto de dominación. Si en un primer momento estas implicaciones no eran claras, ahora son bastante manifiestas. En la época de la ilustración se pensó que el progreso científico corría parejo con la emancipación del hombre mediante la razón. Por la ciencia se salvarían no sólo los pueblos que la crearon, sino todo lo humanidad. En el proyecto de Condorcet Tableau des progres de l´esprit humain el entusiasmo es desbordante: “Europa – dice Condorcet – ha desarrollado una civilización científica que está en camino de convertirse en una civilización universal: Ningún poder será capaz de impedir la propagación de la ilustración; incluso las grandes religiones de Oriente están ya en decadencia. Europa y América Libre serán los maestros del mundo, cuyos pueblos sólo deberán esperar de nosotros los medios de la civilización”. Y agrega: “Su progreso será más rápido y más seguro que el que la fue para nosotros, pues ellos solamente recibirán lo que nosotros debimos descubrir; y porque para conocer aquellas verdades simples y aquellos métodos seguros, que nosotros hemos conseguido luego de seguir caminos difíciles y tortuosos, a veces equivocados, sólo requerirán leer las pruebas y explicaciones de nuestros tratados y libros”. Este credo del racionalismo iluminista es expresado en otra forma, pero en el fondo con el mismo contenido, por el positivismo del siglo XIX y hasta forma el fundamento ideológico de las diferentes modalidades de “ayuda para el desarrollo” que vienen como asistencia de los países industrializados para sacar a los países del Tercer Mundo de su atraso. En suma, se supone que por la ciencia y la técnica el hombre se libertará del trabajo y gozará de bienestar y libertad plena. Pero acaso sea cierto lo contrario. Gilbert Simondon nos advierte: “La máquina es un esclavo que sirve para hacer otros esclavos” (9). 

4. Si como hemos visto, en el comienzo de la modernidad las cosas fueron absorbidas por los objetos, hoy los objetos están siendo absorbidos por la función. Una estación de servicio, una guía de teléfonos no son cosas con propiedades intrínsecas, ni tan siquiera son objetos: se los conoce y valoriza por su función y nada más. Naturalmente que a una estación de servicio se le reconoce por su ubicación, por la disposición de sus surtidores, pero todo ello no es más que indicador de su funcionabilidad, pues lo importante es el servicio que presta y todo se acomoda a ese fin. Igual con la guía telefónica, que no es un libro aunque tenga páginas impresas: ella sólo indica número que corresponden a nombres que son procesados por una central de conexiones múltiples. Si cambia el sistema o se modifica, la guía se inutiliza. Es sólo su función. Los objetos tenían todavía características propias y relativamente permanentes, no obstante su dependencia. Pero en el mundo operacional todo se vuelve unidimensional: las cosas pierden fondo. Los nombres no son más que indicadores de los modos de funcionar. De esa manera, la función está por el objeto, esto es, el objeto se reduce a su función. En lo que respecta al hombre ya no importa su individualidad, las propiedades esenciales de éste frente a su ser personal e intransferible, sino sólo sus aptitudes y el fin para el que sirve. “también el hombre es observado científicamente y probado en su idoneidad como cualquier instrumento una vez que no es más útil para el fin deseado”. (10). Robert Musil ha escrito una novela famoso de crítica a la sociedad científico-técnica actual. El título de la obra reza: Der Mann ohne Eigenschaften que en español aparece impropiamente bajo el título: El hombre sin atributos. En verdad se trata de “El varón sin propiedades”. Pero el machismo hispanoamericano sigue monopolizando la palabra “hombre” para el varón. En fin, estos casos al margen. En la novela se trata de alguien (Ulrich) que renuncia a los atributos que la sociedad le impone, atributos que están dados por la funcionalidad que se mide por éxito, el dinero y el poder. La búsqueda de la autenticidad debe comenzar con la renuncia de esos atributos.

No es extraño pues que todo el proceso del proyecto de dominación del hombre europeo y desarrollado con más vigor por el americano del Norte y el japonés está cerrándose en el imperio totalitario de las computadoras y de los mecanismos de autorregulación, que son en verdad procedimientos sutiles y muy eficaces de autoconservación y autoafirmación del sistema de dominación. La pérdida de la identidad y de la privacidad de las personas por los registros y la reelaboración automática de datos de las computadoras, es cada vez más manifiesta e inquietante en los países altamente industrializados. El control viene exigido por la naturaleza misma del sistema que busca autorregularse. A las personas se les segmenta – al igual que las cosas – por las funciones que desempeñan en un contexto social. Las lecturas son ahora contextuales. A las cosas se las ubica según sus relaciones estructurales y no según lo que son. El centralizador y manipulador de la información es el funcionario. No debe llamar entonces la atención que el funcionario ocupe un alto lugar en la jerarquía del Estado tecno-burocrático moderno, y que el experto (el especialista) haya reemplazado al sabio de los tiempos antiguos. 

F. G. Junger (11) ha notado bien que la absorción del objeto en la función ha llevado a la desaparición de las relaciones sujeto-objeto en la que se había afirmado el hombre europeo desde el inicio de la modernidad. La fusión de esa relación en la función convierte al hombre en instrumento de un enorme proceso transindividual de dominación, frente al cual sólo siente impotencia y anonimidad. El poder detrás de la función es el anónimo de la empresa y del Estado moderno. Pero el ejercicio de ese poder no está en manos ni del capitalista, ni del accionista, ni del político sino del empresario y el tecnoburócrata, quienes a su vez son instrumentos de grandes aparatos cuyo funcionamientos responden a un poder oculto, pero real.

El concepto de una naturaleza controlable, que es lo que está en la base del proyecto de dominación del hombre occidental desde fines de la Edad Media, ha llevado a un concepto de naturaleza como materia en función de… Esto quiere decir que para el hombre occidental la naturaleza es materia bruta. Ya hemos visto que para Descartes “naturaleza” es la materia “avec toutes les qualitáz que je luy ay attributé”. La naturaleza es algo que se puede hacer y deshacer. El hombre moderno, el de la sociedad científico-técnico-industrializada, destruye ciudades como Hiroshima y las vuelve a construir. En América del Norte hay ciudades que desaparecen de la noche a la mañana y en su lugar se levantan otras con fines secretos. El hombre crea una materia artificial y la hace girar alrededor de la Tierra como un satélite más. Hay desiertos que se vuelven feroces por acción de la química y el riego artificial, pero hay también bosques que se convierten en desiertos por la acción depredatorio del hombre. Por acción del ácido desoxirribonucleico pueden transformarse las características de la célula, modificaciones que son luego hereditarias, esto es, puede no sólo manipularse la información genética sino alterarse. El hombre construye seres mecánicos dotados de sensorios suprahumanos con acciones programadas. El hombre es entonces un creador. Pero a diferencia del Dios Creador de la Biblia que al fin de la creación la mira y exclama que es muy buena, esto es, que nada hay que agregarle, al hombre no le está permitido poner sus manos en el regazo y decir que su creación es completo. Inquietud e insatisfacción por su obra hay en el él, pues la obra humana es siempre perfectible. “detrás de cada puerta que abrimos – lo decía un químico americano a R. Jungk – hay un pasadizo con otras puertas, que al abrirlos conduce a otros pasadizos con muchos otros puertos y así sin término”. La producción pide más producción, cada invención exige más invenciones. Es el movimiento por el movimiento. La ciencia –decía Víctor Hugo – ha buscado afanosamente el perpetuum mobile y lo ha encontrado: en ellos mismos.