domingo, 27 de septiembre de 2015

La alteridad inaceptable

Luis Villoro

Cuando los españoles llegaron a México quedaron atónitos frente a un mundo extraño, donde la belleza y el horror se confundían. Hernán Cortés no acertaba a hablar «de la grandeza, extrañas y maravillosas cosas de esta tierra», se resignaba a decir como pudiere cosas «que, aunque mal dichas, bien sé que serán de tanta admiración que no se podrán creer, porque los que acá con nuestros propios ojos las vemos no las podemos con el entendimiento comprender» [Cortes, T. II, p. 198],
Bernal Díaz del Castillo recorría el país en un estado de admiración ante un mundo «en cantado», como los de Amadís de Gaula: «Algunos de nosotros se preguntaban si todo lo que veíamos no era un sueño» [Díaz del Cas tillo, T. II, p. 87]. Todo era extraño, «nunca visto». Uno y otro alaban sus grandes ciudades, como Tlaxcala, «tan grande y de tanta admiración que aunque mucho de lo que de ella podría decir deje, lo poco que diré creo es casi increíble...» [Cortés, T. II, p. 156], o Tenochtitlán, «la cosa más bella del mundo», con sus edificios y jardines «tales y tan maravillosos, que me parecería casi imposible decir la bondad y grandeza de ellos» [Cortés, T. II, p. 207]. Extraordinarios les parecen sus trabajos de oro y plata, de piedras y plumas, «que no basta juicio para comprender con qué instrumento se hiciesen tan perfectos» [Cortés, t. II, p. 206]. Tanto Cortés como Bernal Díaz ensalzan las capacidades de los indios, su sabiduría en la paz, su bravura en la guerra, Pero lo más extraño es su religión. Su aspecto exterior provoca horror y repugnancia: la fealdad amenazante de sus «ídolos», los sacrificios sangrientos, la antropofagia: nada más «horrible y abominable» [Cortés, T. I, p. 123). Con todo, asombra su celo religioso, su devoción y su entrega, que «si con tanta fe, fervor y diligencia a Dios sirviesen, ellos harían muchos milagros» [Cortés, T. I, p. 124]. Surgido del océano, como un espejismo o un sueño, el mundo nuevo tiene algo de incomprensible y, a la vez, de fascinante. Es refinado y abominable, hermoso y terrible al mismo tiempo. A los ojos del hombre occidental es lo extraño, lo «otro» por excelencia.

Una sola generación después de la llegada de Cortés, de ese mundo cuya grandeza causaba admiración y espanto, no quedaban sino ruinas. Sus majestuosas ciudades, arrasadas; sus jardines, desiertos; los libros que guardaban su sabiduría, quemados; sus instituciones y ordenamientos, los colores de sus danzas, el esplendor de sus ritos, borrados para siempre. Los celosos sacerdotes, los nobles guerreros, los dueños de «la tinta roja y la tinta negra» con que pintaban sus códices, los artífices del oro, los constructores de templos, toda la élite de la civilización azteca había sido aniquilada. Sobre el cuerpo descabezado de la gran cultura indígena, los antiguos dioses guardaron silencio. 

¿Cómo fue eso posible? ¿Por qué los vencedores, pese a la fascinación que esa civilización les causaba, se vieron impulsados a asesinarla? ¿Por qué esa cultura, elevada y compleja, no fue capaz de detener la mano de los hombres extraños, llegados del oriente? ¿O estará la respuesta en la extrañeza misma? Pues sí para los españoles el mundo azteca era lo otro por excelencia, para los indios, esos hombres poderosos y bárbaros pertenecían a un orden diferente del tiempo y del espacio. Quizás existen culturas que no pueden aceptar la presencia de lo otro. 

La civilización azteca era profundamente religiosa. Lo sagrado ordenaba su tiempo y su espacio, impregnaba sus instituciones, sus actividades cotidianas, sus creaciones artísticas, estaba en la base de todas sus creencias. Pero lo sagrado no era lejano y distante. Estaba presente allí, a la mano; podía sentirse, olerse, tocarse, como la materia orgánica. La liga con lo divino, la vía de comunicación con él, era el líquido de que toda vida está hecha: la sangre. El quinto sol, «sol de movimiento», que preside la era en que vivimos, nació del sacrificio de los dioses, la sangre divina le otorgó la fuerza para ponerlo en su camino, Los hombres que ahora habitan la tierra nacieron de una masa ósea sobre la cual el dios Quetzalcóatl, para darles vida, derramó la sangre de su sexo. Desde entonces los hombres alimentan el movimiento cósmico con su preciado líquido. Se punzan las orejas, el sexo, ofrecen su sangre a la tierra, a las cuatro direcciones, al sol, participando así en la fuerza que impulsa el universo. El orden divino les impone un destino: el sacrificio. Sólo la savia de los corazones abiertos permite que la vida continúe; sin ella, el sol se detendría. Todo muere y renace por el sacrificio. Por él, el hombre repite el acto de fundación originario y participa en la creación continua del universo. La misma sustancia fluye por todo el mundo, enlazando todas las cosas. Por la sangre los hombres entran en comunión con lo sagrado, se unen a él, se divinizan. El sacrificado se convierte en dios. Su cuerpo puede ser entonces consumido en una ceremonia ritual en que la carne divinizada del sacrificado es ingerida y pasa a formar parte del cuerpo de los hombres. Lo que los españoles horrorizados vieron como vil antropofagia, era para los aztecas comunión con el dios, teofagia. Otras veces, los sacerdotes revisten su cuerpo con la piel del dios, el sacrificado a Xipe Totec. Lo sagrado está cercano, puede tocarse, sentirse, deglutirse. Está hecho de la misma sustancia de que estamos hechos los hombres. Lo sagrado tiene un aspecto carnal.

Los dioses son una presencia tangible en todas las cosas: los ár boles, los ríos, las montañas, los momentos del tiempo, las dimen siones del espacio, las actividades cotidianas de los hombres. Todo es hierofanía. Aunque existe en el último cielo Ometéotl, la divinidad dual, la creadora, su fuerza originaria se manifiesta en una muchedumbre de dioses. Los dioses cubren los cielos y la tierra. 

Para los aztecas, el mundo no es un objeto por transformar según los proyectos humanos. Por el contrario, el hombre está al servicio de las fuerzas en las que participa. Sus fines le son señalados por el orden cósmico. Cierto, el hombre debe «merecer» del dios. Pero sus méritos no son el resultado de sus obras, ni de su fe tampoco. Merece al aceptar su destino: comulgar con lo sagrado por el sacrificio [León-Portilla 1, p. 9]. El orden cósmico no sería lo que es sin los dones del hombre, y el hombre carecería de sentido separado de ese orden. Las acciones de los hombres no transforman el mundo, son una parte de su respiración sagrada. 

A la inversa del dios trascendente de los monoteísmos de origen bíblico, los aztecas vivían la inmanencia de lo sagrado. No había para ellos una diferencia ontológica profunda entre las fuerzas divinas y las que animan a los hombres. Dios está cerca, entre nosotros, en nosotros. Es esta proximidad de lo sagrado lo que aterrorizó a los españoles. Es ella la que les hizo insoportable la religión indígena. 

La religión católica alberga un elemento de carnalidad. Dios se hizo hombre, se comunicó en un momento directamente con los otros hombres; más aún, por su sacrificio sangriento, «mereció» por todos. Desde entonces, el cristiano ingiere la carne y la sangre del sacrificado, en la misa. Pero ese núcleo carnal está reducido a un individuo, el Cristo, y a un lapso del tiempo lineal. Después fue sublimado en un rito conmemorativo. El cuerpo y la sangre de Cristo se ocultan bajo las apariencias que corresponden a otras sus tancias que los sustituyen. Sobre ese núcleo carnal triunfó la concepción espiritual —tanto judía como neoplatónica— de un único Dios trascendente separado infinitamente de sus creaturas. No les faltaba razón a los politeístas romanos cuando interpretaban el cristianismo como una forma velada de ateísmo, porque la divinidad se había alejado de los hechos del mundo. Con los monoteísmos trascendentes empezaba, de hecho, la desacralización de la naturaleza y de la sociedad. El alejamiento de lo sagrado se acentuó a partir del Renacimiento. La naturaleza empezó a verse, ya no como huella y signo de la divinidad, sino como objeto manipulable, destinado a ser dominado y moldeado por el hombre. La sociedad y la historia empezaron a presentarse como resultado de las acciones libres de los hombres. 

La religión azteca inquieta a los españoles por la proximidad que concede a lo divino. Donde hay comunión no pueden ver sino bestialidad; donde hay armonía con las fuerzas cósmicas, sólo perciben superstición. Pero, al mismo tiempo, esa religiosidad les recuerda el elemento carnal del cristianismo. Es como si la encarnación del hijo de Dios se ampliara a nivel cósmico, como si en todo hombre y en todo hecho pudiera realizarse. Entonces la religión azteca aparece como una imagen monstruosa de la cristiana. En los escritos de los misioneros abunda la idea de que la religión indígena contrahace y desfigura la cristiana, como un mono los gestos humanos. Sería una especie de inversión antagónica de la religión verdadera. 

Otra dimensión en que el mundo del indígena aparece opuesto al occidental es en su vivencia del tiempo y de la historia. El tiempo de las civilizaciones americanas es cíclico. Periódicamente el mundo se destruye y renace. Entre los mexicas, el universo ha pasado por cinco «soles». Al final de cada uno fue aniquilado, retornó al caos y recibió de los dioses un nuevo orden y movimiento. Nuestro sol es el quinto y tendrá fin como los anteriores. Todo movimiento está amenazado de muerte, corre sin remedio hacia su término, cesará para renacer en un nuevo ciclo, en otro orden distinto. Mientras los hombres hagan merecimientos, el «sol de movimiento» seguirá su curso, pero en cualquier momento podría regresar a la inmovilidad del caos originario. Cada 52 años el tiempo se renueva. Cumplido ese lapso, puede iniciarse un nuevo siglo. Pero nadie puede estar seguro de que así suceda. 

La vida en la tierra está pendiente de su destrucción final. El fin del mundo puede estar al término de cualquier vuelta del tiempo. Ninguna civilización vivió jamás con una conciencia tan honda la posibilidad del fin. Para ninguna tuvo la vida, por lo tanto, un carácter tan impermanente e inseguro. La vida es un transito fugaz, amenazado de extinción, en la renovación perpetua del tiempo. Inestable, en peligro continuo de muerte, su sino es ser borrada mañana para siempre, ¿cómo podría entonces no sentirse como si estuviera hecha de la materia evanescente de los sueños? El azteca piensa el mundo como un movimiento perpetuo o un equilibrio inestable, donde se contraponen principios de vida y muerte. La vida no puede ser pensada sin la muerte, ni la creación sin la destrucción. Todo lo que es habrá de acabarse, todo lo que perezca habrá de renovarse. Gran parte de la poesía náhuatl es un largo canto, melancólico y sensual, a la fugacidad de la vida, a la vanidad del paso del hombre en la tierra, y también a su belleza fulgurante. 

Transitorio, avocado a su destrucción final, todo poder en la tierra ha sido concedido en préstamo. Nadie posee un gobierno permanente. El tlatoani que rige el imperio azteca ha recibido el mando del dios Quetzalcóatl y gobierna en su nombre. Es el representante del dios, «de quien él usa como de una flauta, y en quien él habla, y con cuyas orejas él oye» [Sahagún, T, I, p, 494], El dios podrá reclamar su poder en un giro del tiempo. 

La concepción del mundo de la civilización invasora es opuesta a la del indígena. Los conquistadores anuncian ya la actitud del hombre moderno, su individualismo y su afán de dominio. Para ellos, la naturaleza y la historia son un escenario donde el individuo debe ejercer su acción transformadora; son instrumentos, medios para los fines que él proyecta. Sobre la naturaleza, el hombre crea una «segunda naturaleza» a su imagen y semejanza; contra las fuerzas ciegas de la «fortuna», que rigen la historia, el hombre doblega su curso con su arrojo. La acción de los individuos se impone a la naturaleza y a la historia. Esta última es gesta, victoria de la libertad y la capacidad individuales sobre los obstáculos que se le oponen. Otras son las metas de la civilización azteca: la armonía de la vida con las fuerzas cósmicas y los ritmos históricos, la integración del individuo a la comunidad y al orden universal. Cultura de la dominación aquélla, de la armonía ésta. 

La oposición puede ilustrarse en sus distintas concepciones de la violencia. Ambas culturas dieron muestra de una terrible crueldad. La cultura renacentista española tenía una actitud dividida ante la violencia. Una de sus caras, la de las órdenes religiosas, ensalzaba y practicaba, hasta la negación de sí mismo, la misericordia, la caridad cristianas; la otra, la de conquistadores y funcionarios, llegó a ejercer, en cambio, la más horrible violencia sobre los indios, Entre los aztecas, la crueldad tomó un cariz bárbaro y sangriento: las mortificaciones practicadas cotidianamente sobre sí mismos, las hecatombes humanas para ofrecer a los dioses corazones vivos, la presencia constante de la muerte en el seno de la vida, hacían de la violencia un ingrediente continuo del mundo indígena. Sin em bargo, el sentido de la crueldad era del todo distinto en uno y otro mundo. Entre los aztecas era una crueldad ritual; otra forma, desviada, de oración, en que el individuo se sometía al orden divino e invocaba su redención. No estaba al servicio de la persona que ejercía la violencia, sino al contrario: buscaba eliminar la codicia del yo individual y entrar en comunicación con la totalidad de lo sagrado. En los conquistadores, en cambio, la violencia estaba al servicio de la dominación sobre el otro, la crueldad extrema afirmaba el poder del vencedor, la anulación del vencido. En el indígena, la crueldad nace de una actitud de ofrenda, de comunión con un orden superior; en el occidental es resultado de la afirmación de sí mismo como dominador y de la conversión del otro en su instrumento. 

La visión de la historia en una y otra civilización es igualmente opuesta. Los españoles tienen una concepción lineal del tiempo, propia de la concepción judía y cristiana del acontecer humano. La historia es un conjunto de acontecimientos enlazados, irrepetibles, que cobran sentido en función del fin último al que tienden. En lo sobrenatural, la etapa final es la predicación del evangelio a todas las naciones y la victoria universal de la Iglesia de Cristo; en lo temporal, es la realización del imperio mundial del rey católico. Los dos fines se complementan, pues el segundo es instrumento del primero. Esa etapa final podría durar mucho tiempo, a su término vendría la aparición del Señor, la parusía. Pero aunque se dirija a un término marcado por la economía divina, la historia humana es profana, está constituida por las acciones de los hombres en lucha por transformar la sociedad en conformidad con sus proyectos. En algunos frailes de la orden franciscana, la espera del fin último de la historia está presente, pero en la mayoría de los españoles, la conquista de América cobra sentido a la luz de un proyecto más inmediato: la instauración del reino de la Cristiandad entre los infieles. Todo es medio para la realización de ese designio. Las civilizaciones americanas son consideradas exclusivamente bajo esa luz, que otorga un sentido a su encuentro. El descubrimiento de tantas «almas» en el error es una invitación a la extensión de la evangelización y una promesa del dominio universal del rey católico. Los indios están allí para cumplir un fin ajeno a ellos; son una prenda del alcance universal del evangelio y una garantía de la dominación universal del poder católico. 

En la sociedad indígena había ya los inicios de una historia profana, destinada a registrar acontecimientos tales como sucesiones de gobernantes, guerras, conquistas o migraciones de pueblos. En la mayoría de estas narraciones, los hechos reales se mezclaban con relatos legendarios, pero conforme se acercaban al presente, los hechos registrados tenían un carácter realista y correspondían a acontecimientos profanos. Sin embargo, esa historiografía no reemplazaba aún la historia mítica. Según ésta, todo acontecimiento está determinado por su situación en una estructura de sentido, que corresponde a un orden sagrado. Los hechos históricos repiten esa estructura ya determinada, narrada en los mitos; el hombre debe descifrarla. Todo acontecimiento puede entenderse si se ve como una instancia particular de la estructura mítica que le da un sentido. Comprender un hecho histórico consiste en descubrir en él la actualización de un mito originario [Florescano]. Para el occidental moderno, la historia cobra sentido como cadena de acontecimientos que conduce a la realización de un fin proyectado; para el azteca, la historia cobra sentido como realización de una estructura narrativa (el mito) que pertenece al orden cósmico. Para aquél el hombre proyecta y construye su propia historia, la historia es hazaña; para éste, la historia realiza un orden al que el hombre debe integrarse, la historia es destino. 

Todas las culturas comprenden ciertas creencias básicas, presupuestas en todas las demás, que no pueden ponerse en cuestión sin minar la imagen del mundo de esa cultura. Esas creencias básicas, poco precisas y a menudo inconscientes, se muestran en las más diversas actitudes y comportamientos de los miembros de esa cultura. Pueden llegar a expresarse en conceptos, pero también en imágenes y en sentimientos compartidos. Constituyen el núcleo de la «figura» que una cultura se forma del mundo y del hombre, el marco en el que se encuadran sus creencias y actitudes. Para comprender cualquier hecho nuevo, una cultura debe poder encuadrarlo en ese marco. Pues bien, el encuentro entre el Occidente y las civilizaciones americanas nos suministra el mejor ejemplo de la enorme dificultad de una cultura de rebasar su propio marco de creencias básicas. Frente a la alteridad extrema, cada una de las dos civilizaciones trató de comprenderla a partir de su propio marco cultural, integrándola en su propia figura del mundo. Pero esa empresa fue inútil. La cultura extraña resultó una alteridad inaceptable. 

Veamos primero como tratan de comprender los aztecas a los invasores. La llegada de los extranjeros es un hecho insólito que parece romper el orden. Son distintos a todo lo conocido por los indios, sus acciones son imprevisibles. Las primeras descripciones de los indígenas los presentan como seres de otro mundo: tienen el cuerpo cubierto de pelos, están extrañamente vestidos, montan animales desconocidos semejantes a venados y habitan en altas torres que se desplazan por el mar. La extrañeza es aún mayor cuando los ven de cerca, oyen sus curiosas palabras que hablan de un origen lejano y de un dios desconocido, escuchan el estruendo de sus tubos de hierro y el ladrido de sus bestias feroces. La única manera de comprenderlos es situarlos en el orden ya conocido, que rige la vida del azteca. Vienen de allende el inmenso mar, de donde nace el sol; tal vez sean, entonces, de la naturaleza de los dioses, lo cual no contradice sus comportamientos humanos, pues según las categorías de los aztecas, los dioses están cercanos a los hombres y la distinción entre unos y otros es imprecisa. Hay, por lo demás, un viejo mito que podría aplicarse a este hecho concreto. Hace mucho, el sumo sacerdote y dios Quetzalcóatl partió hacia el oriente; antes de cruzar el mar, anunció que regresaría para tomar nueva posesión de su reino. Desde entonces, los tlatoani mexicas gobiernan en su nombre. Las palabras de Moctezuma al recibir a Cortés muestran que, para comprender lo que está pasando, acude a ese mito. Piensa que Cortés podría ser Quetzalcóatl que regresa, o un enviado de él, y lo invita a su palacio. Para entender la novedad histórica ha tratado de darle un lugar en el orden conocido. Al ver el acontecimiento como instancia de una estructura de sentido narrada por el mito, deja de ser incomprensible y gratuito. Pero entonces el acontecimiento ya no es estrictamente singular e irrepetible; es un elemento en una narración ordenada, ligada con otras en el ciclo del tiempo; está determinado, desde antiguo, por ese orden mítico; puede, por lo tanto, ser predicho. Muchos augurios terroríficos anunciaron la llegada de los extranjeros. Todos son ominosos, anuncian la inminencia del fin de una época. Por el hecho de estar anunciado, el acontecimiento toma su lugar en un orden previsible, deja de ser absurdo. Es posible que esos anuncios de la llegada de los extranjeros y de la inminencia de la propia destrucción hayan sido inventados después de los hechos. Pero eso mostraría justamente que, para conjurar lo incomprensible, los aztecas hayan tenido que incorporarlo en una estructura narrativa en la que ese acontecimiento pudiera ser predicho [Todorov]. 

Pero hay una evolución en la concepción de los extranjeros. Pronto se muestran ávidos de oro, crueles y mendaces. Sobre todo, los indios comprueban que son mortales como ellos mismos. Su carácter extraño ya no puede interpretarse como divino, son hombres codiciosos. Lejos de venir a servir a los dioses, como lo hubiera hecho Quetzalcóatl, quieren destruirlos. Es entonces el momento de la perplejidad, de la angustia: si esos seres extraños no son enviados del dios, no pueden ser más que una fuerza desconocida y maligna que trata de destruir nuestro mundo. ¿No será entonces el comienzo del fin del ciclo del tiempo que está anunciado? La alteridad se niega a ser integrada en el orden cósmico conocido, pues está fuera de nuestro ciclo temporal, no pertenece quizás a nuestro «sol», viene de lejos tal vez para ponerle fin. Después de todo, siempre habíamos esperado esta destrucción final. Aquí está ya. El comportamiento de los extranjeros confirma esa premonición: su sed de destrucción, su obsesión por humillar a los dioses, su negativa a compartir el mundo nuestro, pero sobre todo el silencio de lo divino ante su sacrilegio, son los signos manifiestos del fin de nuestro mundo. Los aztecas intentaron comprender al otro desde el interior de su propio marco cultural, trataron de acogerlo en su mundo, pero el otro se reveló como la fuerza destructora de ese mundo. Sólo les queda a los aztecas asumir con dignidad su propio destino. 

En los españoles la reacción es análoga, pero de sentido contrario. La cultura extraña debe ser comprendida por las categorías propias de la civilización occidental cristiana y debe tomar el lugar que le corresponde en la economía universal. Pero la cultura indígena presenta una dimensión opaca a esas categorías y resistente a ocupar un lugar en el logro de esos fines. Imbuida de una religiosidad inmanente, aparece como la negación de la religión occidental, cual una imagen invertida. Y en el mundo cristiano el símbolo de la negación lleva un nombre: Satanás. Es él quien goza imitando a la divinidad para confundirnos. La única manera de comprender la alteridad dentro de nuestro marco cultural es concebirla como pura negatividad, es decir, como demoniaca. De allí la interpretación de la religión indígena como obra de Satán. Los indios creían adorar a la divinidad y, en realidad, rendían homenaje al diablo. Es el hombre occidental quien revela ahora, a la luz de la Escritura, su engaño. Una vez calificado el otro de satánico, sólo cabe proponerle una alternativa: renegar de su mundo sagrado o ser destruido. 

Cierto, muchos misioneros vieron en los indios hermanos que salvar. Los protegieron de sus expoliadores, trataron de asimilarlos a los valores cristianos más elevados; en ocasiones intentaron crear —como en el caso de Vasco de Quiroga o de Sahagún— nuevas formas de comunidad adaptadas a su mentalidad y costumbres. Es más, algunos trataron de salvar la memoria de su cultura, de transmitir a las futuras generaciones la imagen de su anterior grandeza. Esa fue la otra cara de la conquista. Pero no pudieron dejar con vida la cultura indígena porque había en ella una dimensión inaceptable para los misioneros: su religión «otra». Así, se consagraron con celo a destruir a sus dioses; prohibieron sus danzas, sus ritos; quemaron sus libros sagrados. Y la cultura azteca no podía sobrevivir a la muerte de sus dioses, pues no era más que una forma de comunión con ellos. 

Para comprender al otro, cada cultura hubiera tenido que superar su propio marco de creencias básicas y transformarlo. La cultura azteca tenía quizás una posibilidad de hacerlo. Después de todo su actitud inicial fue invitar al otro a ocupar un lugar privilegiado en su propio mundo. El dios cristiano podía ser integrado en su creencia en la universalidad de lo sagrado; además, la religión cristiana presentaba rasgos que los sabios indios podían comprender por analogía con las ideas de su propia religión. Una cultura como la suya, dirigida por el deseo de integración y de armonía, estaba dispuesta a someterse al destino señalado por los dioses; su imagen del tiempo la preparaba para renacer en una nueva era histórica. Fue El hombre occidental el que se impuso como una fuerza destructora que no podía ser comprendida en las categorías de la cultura indígena porque la rechazaba en su integridad. Él fue quien planteó el dilema de la sumisión o la muerte. 

En el marco conceptual de la modernidad occidental no había lugar para un pluralismo real. La razón es una, idéntica en todos, es universal, no hay diferentes perspectivas sobre la realidad con pretensiones de validez. Sólo hay una vía hacia lo bueno y lo verdadero, todas las demás conducen al error. Y el hombre occidental esta seguro de haber recorrido ese camino. Su visión de la realidad coincide con el saber. Ese «monismo» del conocimiento es aun más rígido en el campo de la religión. El dios de una cultura es el Dios universal y único. De hecho, el monoteísmo eligió en el catolicismo occidental una interpretación según la cual lo sagrado sólo tenía una forma de manifestación verdadera, la de su revelación en una cultura. El politeísmo podía conceder un sitio a los dioses extraños y, en consecuencia, a las culturas diversas, pues lo sagrado podía estar presente en todas partes y bajo formas diferentes. Sobre el supuesto del monoteísmo trascendente, en cambio, el carácter universal de Dios condena todas las otras formas de lo sagrado a la ilusión o al engaño. 

La aniquilación de las grandes culturas americanas era el resul tado inevitable de la imposibilidad de una cultura de aceptar la alteridad. Fue una hazaña de la mentalidad moderna.

Villoro, Luis. Estado plural, pluralidad de culturas, México, Paidós, 1998. Págs. 169-180.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por abrir el diálogo