domingo, 27 de septiembre de 2015

El factor estimativo y antropológico en las ciencias sociales

Augusto Salazar Bondy

1. En diversos niveles se insertan los conceptos de valor y valoración en la investigación de las ciencias sociales o humanas. Esto ocurre, en primer lugar, en un nivel metodológico. El investigador acota su campo de estudio y determina su objeto planteándose un cierto género de cuestiones y problemas que implican una selección de objetivos en los que se hace presente un interés dominante, una estimación rectora. Esta se­lección previa traza un curso a la investigación con un trasfondo valorativo del cual no siempre toma conciencia el investigador. Los problemas sociológica o antropológicamente interesantes, los que van dando contenido y forma a la ciencia que se construye concretamente, resultan ser así, en cada momento del desarrollo de las disciplinas humanas, los problemas que interesan al hombre que hace la ciencia y a su grupo. 
No se reduce por cierto a este punto de partida la ingerencia de la estimativa en la metodología social. A lo largo de la investigación misma, la descripción y la explicación de la realidad social en que el investigador está empeñado proceden resaltando ciertos fenómenos, considerando importantes o influyentes determinados hechos y relaciones, estableciendo el valor cultural, social e histórico de tales o cuales instituciones o creaciones, es decir, enunciando juicios de valor que implican una preferencia y una elección.

Dos cosas deben ser observadas aquí a propósito de esta ingerencia de la estimativa en la metodología de las ciencias humanas. La primera es que se trata de una estimativa instrumental metodológica, o sea, de juicios de preferencia y atribución de valor que no se sitúan en el nivel de la experiencia ordinaria, aunque lleven su carga de influencias sociales generales y específicas, sino en el nivel de la reflexión científica. Constituyen así algo que podemos llamar valoraciones reflejas o de segundo grado con respecto a las valoraciones primarias que se sitúan en el nivel del objeto de la investigación. No son sin embargo tampoco valoraciones críticas, las cuales, como hemos de ver más adelante, requieren el auxilio de una crítica universal de la valoración. Por un cambio de enfoque el investigador social puede sin embargo llegar a ella poniéndose en contacto con la crítica filosófica,

Queremos observar, en segundo lugar, que esta situación no es privativa de las ciencias humanas. La elección de los temas y problemas, la selección del campo de estudio, la determinación de lo válido e inválido, con toda su carga estimativa, ocurre, también en las demás ciencias. Sin embargo, en las ciencias no humanas las opciones valorativas están circunscritas a unas pocas alternativas y los valores atribuidos y seleccionados se encuadran fácilmente en los límites de las exigencias mínimas de la teoría. En las ciencias humanas la situación es distinta. Las valoraciones instrumentales de que hace uso el investigador social desbordan el marco estricto de lo verdadero y lo falso, de lo verificado y lo no verificado, de lo cierto y lo probable, es decir, el repertorio básico de la lógica de la comprobación. Y esta no es una situación fortuita ni que puede ser cambiada —como se pensó en el pasado cuando se elaboraron los proyectos frustrados de asimilar la metodología de las ciencias humanas a la de las ciencias físico-matemáticas y naturales—, sino que deriva de la naturaleza misma del objeto de las ciencias sociales, o sea, de la realidad histórico-cultural o humana. Lo cual nos lleva a considerar el segundo nivel en que se inscriben los temas del valor y la valoración en la investigación social,

Hemos aludido a los proyectos que se hicieron en el pasado para asimilar la metodología social a la de las ciencias físico-matemáticas y naturales. Estos proyectos no eran sino un aspecto y una consecuencia de un plan más vasto y ambicioso: unificar la comprensión total de la realidad mediante la aplicación de una misma serie de categorías y relaciones explicativas. En esta unificación pasaban a ser privilegiadas, ganando el status de conceptos universales las categorías del objeto natural. El incentivo para este ambicioso plan lo dio el buen éxito alcanzado por el trabajo de las ciencias de la naturaleza, las cuales, aplicando métodos rigurosos y bien probados, penetraban segura y constantemente en el dominio de lo objetivo. Se creyó entonces posible y conveniente entregar al trabajo de ciencias del mismo género los dominios hasta ese momento reservados a las disciplinas históricas, especie de parientes pobres de la ciencia genuina. Pronto se vio, sin embargo, que el progreso en todas las direcciones no estaba asegurado por los métodos que se habían probado eficaces en el dominio natural. El fracaso de este ensayo abrió los ojos con respecto a la naturaleza propia del mundo humano, del mundo de la historia y la cultura. De regreso de la aventura naturalista, la filosofía ha aprendido a ver y a entender de modo distinto, con categorías sui generis y por el uso de métodos específicos, la realidad histórico-cultural y a destacar en esta realidad aquellos caracteres que la singularizan por oposición al mundo natural. Con lo cual se ha allanado al mismo tiempo el camino para una nueva fundamentación de las ciencias que estudian al hombre y para el reconocimiento consiguiente de su singularidad como ciencias.

Esta realidad así vista en su originalidad es la de un ser social que se construye a sí mismo en el proceso histórico-temporal, sobre el fondo de una naturaleza física y biológica originaria. Frente al carácter fijo y determinado de la cosa, el ser humano se singulariza por la apertura al mundo, por la integración personal y por la libertad. Las categorías de la cosa, que comportan un elemento esencial de exterioridad, fijeza y hermetismo, no pueden dar cuenta cabal de una realidad en la cual ocupan el primer plano ontológico la interioridad, el dinamismo y la proyección trascendente. De allí que en el ser humano sea determinante esencial la conciencia teórica y práctica, como aprehensión objetiva del mundo, de los demás sujetos y de la propia individualidad, pero esto no sólo en una dimensión temporal de presente, sino con una versión fundamental hacia el pasado que permite la construcción permanente de la unidad de una historia personal y social y también hacia el futuro, con lo cual el hombre se ofrece como un ser que anticipa y prevé, proyecta y trata con lo posible, que es la manera complementaria de integrar la historia y fundar la unidad del desenvolvimiento individual y colectivo.

La previsión de lo posible, destacado del continuo real de lo afectivo y ya consumado, se articula en el hombre con el momento esencial de la racionalidad del lenguaje, esa capacidad de doblar el mundo por el nombre y manejarlo a través de la designación y de la elaboración, abierta al infinito, de signos, en los que las cosas alcanzan un nuevo status. La función simbolizadora y significante es el principio en que se funda la creación de un mundo nuevo, que es tarea emprendida por nuestra especie desde sus más remotos orígenes, desde la producción del primer útil hasta las resonantes construcciones de la cultura científica y técnica de hoy. Pero estas creaciones que el hombre emprende y consuma son en cada caso parte de un proyecto y tienen un sentido. El hombre hace cosas siempre con un propósito, planteándose metas y persiguiendo en esas metas un polo de valor. Se destaca de este modo, frente al mecanismo esencial de la naturaleza, el finalismo esencial de la conducta humana. Proyectado a lo inmediato o a lo remoto, forjando planes simples o complicados, planteándose metas individuales o compartidas por grupos más o menos amplios, la humanidad está siempre en plan télico. La realidad que conforma tiene una estructura en la cual la motivación y el sentido finalista constituyen el momento fundamental. Comprender la existencia de los individuos y los grupos equivale de este modo a penetrar en esa estructura de la motivación y la finalidad valiosa que da sentido a su acción concreta.

Entender la vida humana, describiendo y explicando los hechos y estructuras que la conforman, es la meta de la ciencia social. Y puesto que esta estructura es ideológica e implica metas de valor, de modo que ella no puede aprenderse cabalmente sin considerar estos polos valorativos, también por esto resulta el tema del valor inscrito inevitablemente en la agenda del conocimiento social. Por la naturaleza propia de su objeto, las ciencias humanas tienen, pues, que vérselas con las instancias estimativas, con las valoraciones y con los valores que éstas ponen en juego. Porque su objeto se lo impone, no puede la mirada del sociólogo, del antropólogo o del historiador dar la visión de un mundo neutral, de simples existencias o regularidades fácticas, sin jerarquías y oposiciones cualitativas, como es el caso do la visión científico-natural, ni puede por con siguiente renunciar el investigador social al tema del valor que se le ofrece inserto en su objeto, a menos que quiera renunciar a penetrar efectivamente en el dominio de la realidad humana. ¿Cómo, en efecto, el sociólogo habría de entender la dinámica de un grupo, o el antropólogo hacer transparente el sentido de una institución, o el economista descubrir la articulación de los hechos y procesos que provocan un cambio, por ejemplo, en la estructura del mercado, si no clarifica y ordena el conjunto de los datos disponibles por referencia a las metas y polos de atracción que condicionan las conductas en cada caso estudiadas y si, yendo más allá de la mera referencia a un valor rector, no penetra en el mecanismo mismo de la valoración, en la rica gama de grados de la asignación de valor, en toda la articulación del razonamiento axiológico que permiten comprender y clarificar las conductas opuestas, las excepciones, los casos límites?

Este carácter esencial de la temática axiológica en las ciencias humanas, pese a ser la llave de la comprensión de la realidad social, no deja sin embargo de provocar problemas importantes en el desenvolvimiento de la investigación. Quiero referirme sólo a algunos de los principales. El primero procede de lo que podríamos llamar la homogeneidad del sujeto y del objeto de la investigación. El investigador social está inmerso en un mundo valorativo que ha asumido como propio; es un sujeto que reconoce la preeminencia de ciertos valores y tiene ciertos hábitos de valoración que son seguramente en gran parte los del grupo o los grupos sociales en que desenvuelve su vida ordinaria. Por su parte, la realidad social está también, como hemos visto, penetrada de valor. Se produce de esta suerte una confrontación de dos realidades axiológicas, de la cual puede resultar sea un conflicto que entorpezca la comprensión de la realidad estudiada, sea una armonía entre las apreciaciones del investigador encuadradas dentro de su propio sistema de valor y ciertos sectores de la realidad estudiada que, por esta razón, serán destacados y sujetos a un tratamiento especial, probablemente en perjuicio de otros sectores del conjunto social. Hay pues, así, el peligro de una deformación del objeto derivada de las concordancias y discordancias posibles entre el investigador como sujeto valorante y la existencia social como realidad valorativa. Puesto que, de otro lado, no puede postularse una investigación ajena a la experiencia estimativa, el conflicto tiene que resolverse por recurso de ciertos medios de control internos de orden axiológico, con lo cual se plantea la importante problemática de los criterios del juicio de valor que lleva más allá de la ciencia social propiamente dicha.

Otro problema digno de subrayarse es el de la conciliación del doble propósito descriptivo y explicativo, que define la tarea de una ciencia social como ciencia positiva, con el tipo de objeto que tiene que ser investigado, en tanto que éste implica valores e instancias normativas de varios géneros. Fiel a su sentido de investigador positivo, el sociólogo, el etnólogo o el historiador tiene que considerar fácticamente la realidad social. Ahora bien, los valores y las instancias normativas no son perceptibles por una mirada únicamente atenta a los hechos. La descripción y la explicación de los hechos da sólo hechos y nunca instancias valorativas. Estas instancias requieren una aprehensión estimativa, es decir, una toma de posición con respecto al valor de cosas, acontecimientos e instituciones. Resulta entonces que si el investigador se mantiene en el plan des­criptivo y explicativo que le exige la ciencia positiva, deja escapar el tejido de valoraciones que forma la vida social. Pero si, de otro lado, adopta una actitud estimativa, abandona el plan de la ciencia positiva e ingresa al terreno de la valoración y la prescripción, es decir, al terreno del quehacer normativo y práctico. Este es el dilema de la investigación social con dos alternativas igualmente peligrosas. La sustitución de la actitud cognoscitiva rigurosa por la apreciación y la prescripción puede llevar al sectarismo y a la prédica doctrinaria o moral. Con ello el investigador corre el riesgo de quedar divorciado de las conexiones reales. Pero también la actitud neutral a ultranza, la indiferencia con respecto a lo característico de las instancias de valor, cierra el camino de la comprensión de la realidad. De hecho, esta ceguera está en la base de muchos de los tropiezos e impasses que han encontrado en su camino las ciencias humanas. La tentación naturalista ha triunfado en es­tas ciencias cada vez que la temática estimativa ha sido puesta de lado por el investigador. Ahora bien, la solución de este decisivo problema parece exigir la adopción de una vía media entre los extremos igualmente defectuosos, la cual no puede ser, sin embargo, trazada sin el auxilio de una crítica universal del valor que clarifique su status propio y los principios y alcances de su aprehensión. Sólo por el examen de la consistencia ontológica del valor y de las bases de sustentación de los enunciados valorativos puede, en efecto, decidirse sobre la posibilidad de integrar en un solo cuerpo conceptual las afirmaciones de hecho y las de valor. Pero eso está también fuera del radio de acción de la ciencia social propiamente dicha.

Íntimamente vinculado con el anterior se halla el problema de la apreciación comparativa de diversos sistemas de valor a que frecuentemente se ve conducido el investigador social. El tema de la superioridad o inferioridad de unas culturas en relación con otras, el tema del progreso y la decadencia y el tema de la trasculturación y sus efectos positivos o negativos están conectados directamente con esta problemática, A ella se remite la polémica del etnocentrismo y el relativismo que ha dejado tan honda huella en la antropología contemporánea y que todavía no parece posible superarse. En la misma línea se sitúan las cuestiones tocantes a la confrontación de ideologías como expresión de intereses de grupos sociales y las tan importantes y no suficientemente estudiadas de la mistificación del valor. Toda esta temática, a la que es inevitablemente conducido el investigador social y que compromete grandemente su trabajo, no puede ser abordada adecuadamente sin un análisis previo y fundamental de los criterios y bases de la valoración, que no prescinda por cierto del registro de los hechos, pero que tampoco quede absorbida por el enfoque meramente fáctico y positivo.

Lo anterior hace visible la necesidad que tiene la ciencia social, justamente en la medida en que asume su tarea como una investigación diferente de la ciencia natural por sus métodos y sus objetos, de recurrir a la crítica filosófica como complemento y auxilio eficaz. »Las ciencias humanas deben ser filosóficas para ser científicas», escribe Lucien Goldman, y este aserto puede ser cabalmente entendido y aceptado, sin riesgo de confundir el quehacer científico y el filosófico, pensando en el respaldo que la investigación axiológica puede dar a la descripción y explicación de la realidad humana. Abocado como está el sociólogo o el antropólogo al estudio de realidades que implican conexiones valorativas, es fácil comprender, por lo que hemos visto, que mucho tiene que ganar en rigor y seguridad teóricas remitiendo sus propios planteos empíricos de la problemática del valor al planteo que en otro nivel y con otro horizonte teórico hace el filósofo, cuyos incen­tivos de reflexión no necesitan por lo demás ser meramente especulativos sino que pueden surgir, y de hecho surgen cada vez más frecuentemente, del conocimiento y la acción sociales. Para no citar sino unos pocos ejemplos, mencionemos tan sólo aquí las cuestiones relativas a la lógica inherente al lenguaje valorativo, al fundamento subjetivo u objetivo del valor, al carácter cognitivo o de mera actitud de la apreciación o el juicio estimativo, a la relación entre las propiedades descriptivas y axiológicas de las cosas, o a la posibilidad de reducir toda instancia valorativa a una normativa y viceversa, cuestiones todas cuya discusión critica, tal como en la filosofía es asumida por la axiología, la ética, la estética y otras disciplinas conexas, ha de servir al investigador social como un complemento teórico indispensable para el tratamiento de su propia temática. Se hace visible de este modo un vasto terreno de colaboración muy fructífera entre la filosofía y las ciencias sociales, que así como permitirá a la reflexión filosófica enriquecer su base teórica por un acceso directo al contenido del conocimiento social y disponer de una experiencia complementaría de la sociedad y la historia, hace posible una clarificación filosófica del trabajo de las ciencias humanas y abre a éstas el horizonte de una comprensión diversa de la existencia.

Señalada esta vinculación entre la investigación social y la reflexión filosófica en lo que toca al tema del valor, que es el que hemos estado considerando hasta aquí, conviene despejar al mismo tiempo una posible mala inteligencia acerca de la contribución que la crítica filosófica puede hacer a la comprensión de la existencia social. No debe entenderse esta contribución en el sentido de que el filósofo y no el sociólogo o cualquier otro investigador social posea la capacidad de la valoración justa, es decir el único apto para formular juicios de valor, para determinar lo bueno o lo malo, lo correcto o lo incorrecto en general o con respecto a una determinada situación histórico-cultural. Esto sería un grave error. El formular juicios particulares de valor, bastos o depurados, no compete al filósofo. No debe confundirse la reflexión crítica con la estimación o la prédica moralizadora. El filósofo no colabora con el investigador social trasmitiéndole juicios de valor o apreciaciones concretas probadas. Su aporte es otro. Es justamente la reflexión sobre los principios, fundamentos y alcances de toda apreciación, sobre el lenguaje y la lógica del valor y las condiciones de posibilidad de los enjuiciamientos valorativos. Todo ello, cuando se cumple en la forma debida, permite ver desde una nueva perspectiva los casos concretos de enjuiciamientos estimativos que el investigador social encuentra en la experiencia objeto de estudio y también los que él formula por su propia cuenta y eventualmente lo capacita para formular nuevos enjuiciamientos desde un nuevo horizonte de comprensión universal. La filosofía ayuda, pues, a la ciencia social proporcionándole los instrumentos necesarios para superar los rezagos de actitud ingenua que puedan haber quedado en ella y hace posible así una visión mejor fundada de la realidad social y, llegada la oportunidad, hacer una opción más segura y realista entre varias posibilidades valorativas. Pero la valoración misma y la decisión consiguiente son cosa que cada investigador, como persona singular, debe asumir por su cuenta.

2. Decíamos que la realidad humana implica la acción de un sujeto consciente, intencionalmente relativo al mundo, a los demás sujetos y a sí mismo, y que con esta proyección intencional está dada la estructura finalista y valorativa de la vida social. La articulación del valor con la referencia del sujeto a sí mismo y a los demás pone el tema del valor en relación estrecha con otro tema de decisiva importancia: la concepción del hombre. A través de sus valoraciones cotidianas, de las reglas y principios de conducta sancionadas por la comunidad, de las instituciones y formas de organización, de los movimientos tendientes a mejorar la existencia común, cada hombre hace patente la idea que de su propio ser como instancia valiosa acepta y defiende. Estudiar la existencia histórico-cultural es, de este modo, descubrir esa idea implícita en los hechos y las obras de los individuos y los pueblos. Y descubrirla no sólo como una idea realizada como una realidad consumada y estática, sino como un principio dinámico, como un motor de la acción, como una meta hacia la cual tienden las conductas singulares y según la cual se ordenan, conformando un cuadro que tiende a ser coherente, los múltiplos aspectos de la existencia social. De allí que las insuficiencias en la conformación de esta idea, la pugna entre varias imágenes del hombre, la falta de integración entre los modelos de humanidad propuestos a la acción de diversos grupos dentro de la sociedad global, determinan el defecto, la escisión o la crisis de la vida comunitaria.

Al realizar su trabajo propio, el investigador social tiene, pues, ante sí uno o varios proyectos o modelos antropológicos, cuyo sentido debe comprender y de cuyo valor absoluto o comparativo tiene que dar cuenta. La problemática del valor, que antes se había considerado como problemática vinculada a las valoraciones particulares separadas, se unifica aquí en una interrogación axiológica que abraza el conjunto de la existencia social. Y así como antes resultaba ser una valladar de la investigación la confrontación de las valoraciones particulares estudiadas y de las valoraciones propias del investigador como sujeto humano, aquí encontramos las dificultades más graves aún de posible enfrentamiento de la idea del hombre asumida como propia por el investigador y los modelos de humanidad que tiene ante sí como objeto de su investigación. Dos riesgos igualmente peligrosos corre la ciencia social en esta situación, que es por lo demás inevitable, pues no puede suprimirse ninguno de los términos enfrentados. Uno de estos riesgos es el dogmatismo de la idea absoluta e incambiable del hombre, con que en el pasado tropezó tantas veces la investigación social e histórica por el uso no crítico de conceptos apriorísticos como el de “naturaleza humana”. El otro es la dispersión e igualación relativista de los modelos antropológicos, que en sus últimas consecuencias hace imposible no sólo la comparación de las culturas –con los cual se pone de lado indispensable categoría científica de la relación–, sino inclusive la comprensión histórica de los diversos procesos internos de desenvolvimiento social y cultural.

También aquí necesita el investigador social salir de su esfera propia y situar la problemática que le toca encarar en el horizonte más vasto de una meditación antropológico-filosófica encaminada a lograr una visión crítica de las condiciones de posibilidad y los límites de la autocomprensión del hombre. Lo deseable es igualmente, en este caso, pasar de la actitud ingenua, sumergida en las apreciaciones concretas singulares, a la visión clarificada de los fundamentos de la comprensión y apreciación del hombre. Se trata de traer a la conciencia reflexiva las teorías implícitas y de someter a examen crítico sus alcances y sus bases de validez. Con esta nueva actitud, el investigador no habrá adquirido una apreciación preconformada, ni habrá asimilado una idea del hombre ya montada con todas sus piezas, sino que habrá adquirido la capacidad de apreciar y construir las instancias antropológicas con la conciencia de las posibilidades y límites de su empresa. Desde esta nueva perspectiva, podrá realizar su tarea de descripción y explicación de la vida social sin ser, de una parte paralizada por la aprensión escéptica respecto de todo pronunciamiento relativo a la idea del hombre y de su valor ni, de otra, enceguecido por la imposición dogmática de un modelo apriorístico de humanidad.

3. De hecho, según hemos observado, el investigador social está obligado a hacer opciones valorativas y a tratar con predicados de valor, si bien dentro de los límites señalados por la teoría. Sin embargo, al presente la ciencia social está siendo cada vez menos reductible al simple menester teórico. De una investigación descriptiva y explicativa de la realidad humana, está pasando a ser una técnica social, es decir, un saber práctico que interviene en los cambios de la vida colectiva. Y este creciente lado práctico de la investigación social no se reduce a la determinación de las posibles direcciones en que van a actuar las fuerzas sociales, sino al establecimiento de normas y métodos de acciones eficaces, y al señalamiento de objetivos por lograr y de medios que hay que usar para alcanzarlos. El Sociólogos, el antropólogo y el economista intervienen en la planificación del desarrollo social, y de este modo resultan agentes en la provocación de los cambios sociales, aunque no sean ellos sino los políticos quienes ejecutan las medidas aconsejadas. Ahora bien, si considerando tan sólo la tarea del investigador social como teórico encontramos que en ella estaba implicado un trato constante con instancias valorativas, lo cual hizo patente que el investigador fuera conducido normalmente a optar entre valores particulares y entre esas constelaciones de valor que son los modelos antropológicos, ¡Cuánto más directo y comprometedor será el trato con los valores que habrá que tener el investigador en tanto que planificador del desarrollo social! Y, si en el primer caso se trataba de opciones preeminentemente intelectuales, ahora se trata de opciones definidamente prácticas. Lo que está llamado a hacer el investigador es en intervenir en la vida del grupo social, descartar ciertas realidades y reemplazarla por otras, en suma, operar socialmente, y esto comporta un conjunto de valoraciones de determinaciones de fines y medios y de proyectos parciales coordinados en razón de una cierta idea del hombre y su destino. Puesto a la obra de planificar, el investigador social está irremediablemente instalado en plena acción social y debe perder todas las ilusiones de teoretismo puro. Porque no se puede intervenir, ni siquiera muy lateralmente, en la planificación y contribución a ella prescindiendo de todas las implicaciones estimativas de la acción. En último caso, que no es ciertamente el mejor, el investigador valorará, elegirá medios y fines, e intervendrá en el proceso social sin conciencia de los alcances de su acción, y entonces hay razones para dudar de si su contribución será provechosa. En verdad, la única actitud coherente es la de asumir francamente el compromiso moral que supone la planificación. Y es justamente en esta actitud de franca aceptación en donde deben operar en el investigador todos los resortes de la crítica que, según se vio, pueden ayudarlo en su faena teórica. Porque si debe ganar una visión clarificada del hacer humano para comprender las situaciones concretas de la existencia social, ahora, ante el compromiso y las consecuencias de la acción, debe armarse de todos los expedientes de la crítica para hacer de su praxis una operación que no sólo está fundada en las realidades comprobadas sino que puede ser además presentada como la mejor encaminada en el sentido del bien humano previsible.

A lo largo de todas estas páginas hemos hablado un poco en abstracto del investigador social, de sus tareas y sus exigencias y de cómo él encuentra al valor y al hombre en el centro de sus preocupaciones teóricas y prácticas. Pero no podemos dejar de considerar que hay un contexto social inmediato que da su colaboración especial a nuestro interés por el tema. No podemos dejar de considerar la situación peruana como trasfondo de nuestras inquietudes teóricas y de nuestro análisis de las condiciones y exigencias del conocimiento y la praxis sociales. Y no se crea que esta referencia a la circunstancia nacional es un agregado de oportunidad que no tiene vinculación esencial con el tema. Todo lo contrario. Nuestra condición de país desarrollado, con sus características genéricas y específicas, demanda más que cualquier otra el planteamiento de la problemática axiológica y antropológica que está inscrita en el trabajo de las ciencias sociales. Y esto es así debido a que, en este caso, los contrastes entre los valores aceptados por los diversos grupos y los modelos de humanidad que operan en el conjunto de la vida nacional están llamados a provocar con toda su agudeza las dificultades que, según hemos visto, amenazan a la teoría y sobre todo a la praxis social. El investigador está constantemente enfrentado con valoraciones particulares, sistemas estimativos y normativos y proyectos de vida que no solamente se oponen muchas veces a sus propias apreciaciones y concepciones antropológicas, sino que se ofrecen como una multiplicidad de sistemas dispares, difícilmente conciliables dentro de un cuadro orgánico de existencia, capaz de extenderse al conjunto de la sociedad global. Ante esta multiplicidad el investigador se ve obligado a optar, descartando una y conservando otras, sobre todo cuando se trata de proponer reformas y promover cambios sociales. Una situación como la nuestra siembra las más grandes inquietudes en quien trabaja en el campo de las ciencias sociales, pues a su conciencia se impone la negación tajante de ciertos valores, la erradicación drástica y completa de ciertos hábitos y costumbres y la remodelación de determinadas instituciones y formas de organización, perentoria y sin titubeos. Se hace clara entonces la responsabilidad de quienes tienen que presentar el cuadro real de la situación social y de sus exigencias.

Aquí, pues, más que en cualquier otro ambiente, por ser la realidad un semillero de problemas y por remitir estos problemas a la idea de radicales transformaciones, la seguridad critica del investigador demanda imperativamente ser reforzada y ampliada, pero no en el sentido de una inhibición de la acción, puesto que las motivaciones humanistas se hacen sentir también aquí con mayor fuerza, en la medida en que la miseria, la ignorancia, el sufrimiento y la degradación rodean al investigador y no dejan reposo a su sensibilidad intelectual y moral en la hora de las opciones decisivas.

Augusto Salazar Bondy, Para un filosofía del valor, Editorial Universitaria, Santiago, 1971. Pags. 188-201

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