Estadios en el reconocimiento del otro*
Luis Villoro
El Problema principal de una pluralidad de culturas es la dificultad de su reconocimiento recíproco. El encuentro entre la cul tura occidental y las culturas aborígenes de América ha sido el acontecimiento de la historia del hombre en el que se mostró con mayor fuerza el terrible drama a que puede conducir ese problema. Este capítulo y el siguiente tratan de aquel momento. Su testi monio servirá, espero, para arrojar alguna luz sobre el desafío, en nuestra época, del reconocimiento del otro.
Al llegar a la meseta del Anáhuac, los europeos se encuentran, por primera vez en su historia, con una compleja civilización que les es del todo ajena. De las otras culturas paganas; por alejadas que estuvieran de Occidente, habían acumulado en el curso de los siglos, noticias que les permitían situarlas. Siempre, había algún rasgo de ellas que podía ponerse en parangón con otro análogo de la cristiana. Algunas, como el judaísmo o el Islam, tenían raíces espirituales comunes o eran, al menos, un contendiente bélico probado; otras más remotas, como la hindú o la china, eran conocidas por relatos de historiadores y viajeros, por esporádicos contactos comerciales o diplomáticos, o aun por la influencia indi recta de su vieja sabiduría en algunos pensadores de Occidente; durante siglos, desde la antigua Grecia, Europa sabía de su remota presencia; había aprendido a vivir y a soñar con ellas.
Ahora, en cambio, le sale al encuentro una realidad humana distinta. Primero son los indios desnudos, que parecen salidos del paraíso, en el primer instante de la creación. Luego, es el choque más fuerte: una civilización extraña, que conjuga el refina miento más sutil con la crueldad más sangrienta. No se parece a nada conocido ni recuerda nociones aprendidas. Carece de los ele mentos que parecerían condiciones de toda civilización superior: desconoce el hierro, la rueda, el caballo, por ejemplo. Sin embar go, alcanza una elevación moral y artística, una «policía» política inusitadas. Orden y sabiduría coexisten con acciones sangrientas en honor de espantosas imágenes de piedra. El europeo ya no sabe si está frente a la civilización o a la barbarie. En todos los relatos de conquistadores y cronistas se refleja la fascinación ante un mundo del todo «nuevo», surgido de las aguas, impoluto y extraño, inasi ble y ajeno; sentimiento mezclado y contradictorio, de admiración y horror al mismo tiempo. La cultura india es «lo nunca visto», lo otro radical.
No es posible tratar con el otro sin comprenderlo, ello es aun más cierto si queremos dominarlo. La necesidad de comprender la cultura ajena nace de una voluntad de dominio.
Por primera vez en su historia, Occidente se plantea en Amé rica el problema de la diferencia. ¿Es posible, en principio comprender lo enteramente diferente? ¿Cuáles son los límites de esta comprensión? ¿Serán éstos irrebasables? El siglo XVI, en la Nueva España, ofrece un laboratorio privilegiado para contestar a estas preguntas.
Si el sistema de creencias de toda cultura se basa, en último término, en una manera de ver el mundo según ciertos valores y cate gorías básicas, en un intento de comprensión del otro podríamos distinguir, al menos, tres niveles distintos. El primer nivel de com prensión de lo otro consiste en conjurar su otredad, es decir, en traducirla en términos de objetos y situaciones conocidos en nuestro propio mundo, susceptibles de caer bajo categorías y valores fami liares, dentro del marco de nuestra figura del mundo.
Comprender al otro mediante las categorías en que se expresa la propia interpretación del mundo supone establecer analogías entre rasgos de la cultura ajena y otros semejantes de la nuestra, eliminando así la diferencia. Es lo que hacen los europeos, desde Colón y Cortés. Los infieles americanos se asimilan a los moros y su conquista prolonga la cruzada del cristianismo; un «cacique» es un rey, cuando no un enviado del Gran Khan; el «tlatoani» es un emperador al modo romano; un templo azteca es una mezquita; sus ídolos, otros Moloch; sus ciudades, nuevas Venecias o Sevillas. Pero la analogía con términos conocidos tiene un límite. Hay rasgos profundos de la cultura ajena que se resisten a caer bajo las categorías usuales, porque no caben dentro de la figura del mundo del sujeto, la cual establece el marco y los límites de lo comprensible. Esos rasgos no traducibles constituyen, entonces, lo negativo por excelencia. Puesto que están fuera de nuestra figura del mundo, tienen que ser juzgados o bien como algo anterior a toda cultu ra e historia, o como algo que contradice y niega la cultura. Así, la interpretación oscila entre dos polos. En uno, el indio en su alteridad es visto como el ser natural, adámico, previo al establecimiento de cualquier república y, por ende, de cualquier historia. Es el inocente que ignora el pecado, pero también la ciencia y la ley. Ésta es la visión que tiene Colón en su primer contacto con los ameri canos, la misma que se prolonga en muchas plumas más tarde; la más notable, la de fray Bartolomé de las Casas.
Pero si esta interpretación puede, en rigor, aplicarse a las tribus del Caribe, mal podría adecuarse al complejo Estado azteca. Lo irreductible de lo otro tiene ahora que entenderse de manera distinta. Ya no es lo anterior a la historia, sino lo que la contradice. Puesto que no puede reducirse a nuestra figura del mundo, es aquello que la niega, su «reverso». Si el sentido de la historia es el triunfo final del cristianismo, si su marcha está regida por el designio de la Providencia, lo irreductible al cristianismo sólo puede ser lo contradice ese designio, Y el contradictor tiene, en nuestra tradición cultural, un nombre: Satanás. La cultura del otro, en la medida en que no pueda traducirse a la nuestra, sólo puede ser demoniaca. Es la interpretación más común, entre misioneros y cronistas. La creencia básica de Occidente establece que sólo puede haber una verdad y un destino del hombre. Esa creencia básica mar ca los límites de lo comprensible. Sobre ella se levanta una inter pretación convencional, que no se pone en cuestión: si otra cultura pretende tener otra verdad y otro destino, niega nuestra figura del mundo. Sólo puede comprenderse, por lo tanto, corno pura negatividad. Lo otro es lo oscuro y oculto, lo que dice «no» al mundo, lo demoniaco. Es, por definición, lo que no puede integrarse a nuestro mundo y cabe destruirlo.
Hasta aquí, en este primer nivel de comprensión, la cultura ajena es un objeto determinable por las categorías del único sujeto de la historia, el miembro de una cultura occidental, dentro del mar co de la única figura del mundo considerada válida. La voz del otro sólo se escucha en la medida en que pueda concordar con nuestros conceptos y valores comúnmente aceptados en nuestra sociedad, porque el mundo real sólo puede tener significados que no difie ran de los que el único sujeto válido, el occidental, les preste. El otro no puede darle al mundo un significado diferente, reconoci do como válido. El otro, en realidad no es aceptado como sujeto de significado, sólo como objeto del único sujeto.
Sobre este primer nivel puede levantarse un segundo. Es el que recorre, solitario, Las Casas, quien parte del nivel de comprensión anterior. Tampoco él puede rebasar la figura del mundo que incluye la creencia básica en providencia como donadora de sentido a la historia. También él tiene que reducir la cultura ajena a rasgos conformes con su figura del mundo. Pero su figura del mundo contiene principios que permiten juzgar al otro como un igual. No se reduce a las creencias convencionales, comúnmente acepta das por la mayoría de la sociedad; también hay ideas del cristia nismo que permiten poner en cuestión esas creencias y someterlas a crítica. Todos los hombres son hijos de Dios; todos, libres y racio nales, por distintos que parezcan. Todos tienen ante la Ley de Gentes y los designios divinos, los mismos derechos. El otro no se reduce a un puro objeto sometido a la explotación. Puesto que es depositario de derechos inviolables que lo hacen igual al europeo, es como él, un sujeto. Entre sujetos se requiere establecer un diálogo. El sino de la colonización es la conversión de los indios a Cristo, pero ésta debe realizarse respetando la libertad del otro, nuestro igual, nuestro hermano. Ha de lograrse por el convencimiento y nunca por la opresión o la violencia. Las Casas pide que, se escuche al otro, que se oiga su propia voz. Este es un primer reconocimiento del otro como sujeto. Sin embargo, el reconocimiento tiene un límite.
Las Casas no puede admitir la posibilidad de una verdad múltiple. El interlocutor indio no tiene más que una alternativa: ser convencido o ignorado. Sería impensable para Las Casas que el indio lo convenciera de la validez, así fuera limitada, de su propia visión del mundo. La posición de Las Casas está en el extremo opuesto de la de Fernández de Oviedo o de Sepúlveda. Ellos justi fican la dominación sobre los indios y la destrucción de su cultu ra; aquél condena a España por esos actos, la maldice por haber traicionado su verdadera misión, que consistía justamente en atraer sin violencia a los indios, para que libremente abrazaran el cris tianismo. Pero por grandes que sean sus diferencias, Las Casas comparte con sus adversarios un supuesto; todos argumentan so bre la base de un presupuesto que no puede ponerse en cuestión: el otro no puede tener más, sentido ni destino que convertirse al mundo cristiano. Por consiguiente, el mundo real no puede tener la significación que el otro creía darle, sino únicamente la que cobra en nuestra figura de! mundo. El diálogo sólo admite al otro como igual, para que voluntariamente elija los valores del único que conoce el verdadero sentido de la historia, Admitir que el punto de vista ajeno fuera, por sí mismo, capaz de dar un sentido vá lido al mundo sería, renunciar, tanto para Las Casas como para Sepúlveda, al marco de creencias que les permite comprenderlo.
Reconocer al otro como sujeto de derechos ante Dios y ante la ley —como lo hace Las Casas— es reconocer un sujeto abstracto, determinado por el orden legal que rige en nuestro propio mundo. La alteridad más irreductible aún no ha sido aceptada: el otro no puede determinar el orden y los valores conforme a los cuales podría ser comprendido. El otro es sujeto de derechos, pero no de significados. Podríamos decir que Las Casas reconoce la igualdad del otro, pero no su plena diferencia. Para ello tendría que aceptarlo como una mirada distinta sobre él y sobre el mundo y tendría que aceptarse como susceptible de verse, él mismo, a través de esa mirada.
Queda abierta la posibilidad de un tercer nivel en la comprensión del otro. Sería el reconocimiento del otro a la vez en su igualdad y en su diversidad. Reconocerlo en el sentido que él mismo dé a su mundo. Este nivel nunca fue franqueado. Sin embargo, hubo quienes lo vislumbraron, para retroceder en seguida. El primero y más notable fue fray Bernardino de Sahagún. Él abrió una venta na y se encontró con la mirada ajena, pero no pudo verse a sí mis mo en ella.
Sahagún es el primero en escuchar con toda atención al indio, en darle sistemáticamente la palabra. Llama a los ancianos que guardaban el recuerdo de su cultura, les pide que expresen en sus propias pinturas, tal como lo hacían antes de la conquista, sus cre encias sobre su mundo. Reúne luego a sus mejores discípulos, indígenas también ellos, para que trascriban en náhuatl las pinturas interpretadas por los ancianos. Durante más de cuarenta años de intenso trabajo reúne testimonios inapreciables sobre todos los aspectos de la cultura azteca, en los cuales se oye la voz directa, sin intermediarios, del otro. El mismo escribe en la lengua del venci do y dedica años enteros a dialogar con sus interlocutores indios, para entender y descubrir su mundo. Por fin el otro tiene la palabra, su palabra. Es el cristiano quien escucha.
¿Y cuál es el mundo que revelan las palabras del otro? Pintan una civilización elevada, perfectamente adaptada a sus condiciones y necesidades. Sahagún describe la fuerza que construye y nutre esa sociedad: una educación ascética y rigurosa, capaz de domeñar las inclinaciones naturales y edificar una república virtuosa. Ella descansaba, sobre todo, en el cultivo de una virtud: la fortaleza «la que entre ellos era más estimada que ninguna otra virtud y por la que subían al último grado del valer» [Sahagún, T. I, p. 13]. El rigor de sus castigos, la austeridad de su vida, la discipli na y frugalidad que en todo se imponían, su laboriosidad diligen te, les permitió mantener —escucha Sahagún— un régimen social adecuado que contrarrestara sus inclinaciones. Sólo así lograron levantar una gran civilización. Sahagún comenta:
Era esta manera de regir muy conforme a la filosofía natural y moral, porque la templanza y abundancia de esta tierra, y las constelaciones que en ella reinan, ayudan mucho a la naturaleza humana para ser viciosa y ociosa y muy dada a los vicios sensuales, y la filosofía moral enseñó por experiencia a estos naturales, que para vivir moral y vir tuosamente, era necesario el rigor, austeridad y ocupaciones conti nuas, en cosas provechosas a la república. (Sahagún, T. II, p. 242]
Las ideas morales de la sociedad azteca se expresan en preciosos discursos, «donde hay cosas muy curiosas tocante a los primores de su lengua, y cosas muy delicadas tocante a las virtudes morales» [Sahagún, T.I, p. 443]. Los padres enseñaban a sus hijos templanza y humildad, castidad y amor al trabajo, persuadiánles el respeto a sus mayores, la honestidad y el recato en todo su comportamiento. El código moral, basado en la fortaleza y la austeridad, se man tenía en la sociedad gracias a una justicia inflexible y proba, y al ejemplo de una nobleza recta y virtuosa, capaz de presentarse como modelo a todo el pueblo. Fue su república, en opinión de Sahagún, gobierno de sabios y esforzados.
Pero esa moral y policía estaban estrechamente tejidas con su religión, pues no hubo, tal vez, pueblo más consagrado a sus dio ses. Al tratar de las costumbres e instituciones de la sociedad azte ca, la religión aparece en todo momento como una manifestación cultural que permea toda la educación y la moral y les da sentido a los ojos del indio. Estaba presente en todas las actividades de la sociedad indígena, articulaba todos sus discursos, daba significación a su comportamiento social. Si la civilización mexica, en lo social, en lo práctico, se presenta como obra de la razón huma na en lucha contra viciosas inclinaciones, ¿cómo podrá Sahagún excluir de ese edificio a uno de sus más fuertes cimientos, la religión?
Al transcribir las palabras del otro, aun en el campo de la re ligión que el misionero está vocado a destruir, encontrarnos conceptos de extraordinaria altura. Su máximo dios se reviste de atributos más cercanos al dios del cristianismo que a los paganos. Decían —transcribe Sahagún— que era creador del cielo y de la tierra, todopoderoso, invisible y no palpable, como oscuridad y aire. Estaba en todo lugar y todas las cosas le eran manifiestas y cla ras. Poder ilimitado tenía el dios «a cuya voluntad obedecen todas las cosas, de cuya disposición pende el régimen de todo el orbe, a quien todo está sujeto» [Sahagún, T. 1, p. 447]. No sólo era fuente de todo poder, sino también liberalidad y bondad sumas. «¡Oh señor nuestro —le rezaban— en cuyo poder está dar todo contento y refrigerio, dulcedumbre, suavidad, riqueza y prosperidad, porque vos sólo sois el señor de todos los bienes!» [Sahagún, T. I, p. 452]. Pensaban que los designios de Dios son ocultos y concebían a la divinidad como uno un ser autónomo por antonomasia, como libertad absoluta,
A pesar de su distinto espíritu y de algunas ideas que debieron parecer a un católico grandes errores; a pesar sobre todo de sus prácticas crueles, como los sacrificios humanos y la antropofagia ritual, la moral y la religión indígenas presentan una elevada figu ra, sublime a ratos, que debería asombrar incluso al más ortodoxo franciscano. El otro ha hablado y lo que oímos es un mundo fascinante.
La invitación hecha al otro para revelar su propio mundo podría haber llevado a su reconocimiento. Sin embargo, algo detiene a Sahagún para dar ese último paso. El participa de la interpreta ción del mundo común a su época, que suministra un paradigma para comprender la historia. La única significación de América le está dada por su papel en la economía divina. Ésta señala como fin de la historia el advenimiento del reino de Cristo y la conversión de todos los pueblos al evangelio. La evangelización de América es el único acto que permite comprender su existencia. Dios había mantenido oculta a América hasta el momento de su descubrimiento: «También se ha sabido por muy cierto —escribe Saha gún— que nuestro Señor Dios (a propósito) ha tenido ocultada esta media parte del mundo hasta nuestros tiempos, que por su divina ordenación ha tenido por bien de manifestarla a la Iglesia Romana Católica» [Sahagún, T. I, p. 13]. ¿Cómo podría admitir entonces que los indios hubieran llegado por sí solos a una for ma elevada de religión, comparable en puntos a la cristiana, si ha bían estado ocultos a la revelación y a la gracia? Tendría Sahagún que aceptar que, después de todo, no andaban tan extraviados. ¿Qué sentido tendría entonces la presencia europea en América? ¿Qué sentido la evangelización? ¿Y la vida misma de Sahagún y de sus hermanos?
No. Sahagún puede admitir el discurso del otro hasta un limi te: hasta el momento en que niega la creencia básica que otorga sentido a su propia vida y a la presencia de la cristiandad en Amé rica. No puede negar lo que el otro le muestra, pero tampoco puede rechazar su propia interpretación del mundo, que constituye. Tiene entonces que conjurar la visión del mundo que el otro le presenta para incardinarla en la propia. Su solución es un desdoblamiento.
Los que parecían dioses a los ojos del indio, eran en realidad demonios. Al punto de vista del otro se opone un criterio de verdad que le es ajeno: «La verdadera lumbre para conocer al ver dadero Dios —argumenta Sahagún— y a los dioses falsos y enga ñosos consiste en la inteligencia de la divina Escritura»- (Sahagún, T. I, p. 78], No nos extrañemos de que deduzca la malignidad de la religión ajena de los textos sagrados, más que de la observación directa. El silogismo reemplaza ahora la experiencia. «Por rela ción de la divina Escritura sabemos que no hay, ni puede haber más Dios que uno [...] Síguese de aquí claramente que Huitzilopochtli no es dios, ni tampoco Tlaloc, ni tampoco...», etc. [Sahagún, T. I, p. 78]. El mundo indígena aparecerá entonces como antípoda del cristiano. Mientras en éste se da cumplimiento a la Escritura, en aquél se la niega. Pueblo en pecado será el indígena; pueblo redi mido por la gracia, el cristiano; reino de Satán aquél, de Cristo éste. Así, Tezcatlipoca, ese gran dios que presentaba atributos tan eleva dos era... Lucifer enmascarado. «Ese [Tezcatlipoca] —proclama Sahagún a los indígenas— es el malvado de Lucifer, padre de to da maldad y mentira, ambiciosísimo y superbísimo, que engañó a vuestros antepasados» [Sahagún, T.I, p. 83]. Todos los objetos de la religión del indio adquieren entonces una doble cara: en la mente del indígena aparecen Tezcatlipoca y Huitzilopochtli como divi nos, ornados de sublimes atributos, pero ¿lo eran de hecho? La ley dictada por el verdadero Dios nos dice, por el contrario, que eran demonios. Lo santo, según la intención, se convierte en nefando. Ya no se reviste ahora el dios con los significados que el indio le otorga, sino con los trazos que el católico revela en su faz. Se dobla el mismo objeto, se establece una distinción entre el objeto intencional de la creencia del indio y ese mismo objeto como realidad exterior a él, ante los ojos del cristianismo. Pero ambas facetas no pueden ser reales. Sahagún, con tal de salvar su propia figura del mundo, declarará apariencia la del indio y realidad la que la Escritura revela. Así podrá nuestro misionero reconocer la belleza y ele vación de las preces del indio, sin dejar de pensar en su radical engaño. Con su actitud, deja a salvo la intención del otro y el valor, a sus ojos, de su mundo, pero a la vez condena su verdadero ser.
Sahagún ha querido escuchar al otro sujeto, pero cuando las visiones de ambos entran en choque, sólo un criterio, el del evan gelizador puede revelar, por principio, la realidad; el otro sólo pue de ser ilusorio. El verdadero ser de la cultura ajena no es el que sus propios sujetos le otorguen, sino el que revela una mirada distinta.
Al dejar que el otro revele su propio mundo, Sahagún se ha enfrentado a una contradicción insalvable. El mundo ajeno, tal como él lo interpreta, pone en cuestión el único marco en que él puede comprenderlo. No puede aceptarlo, debe reinterpretarlo para poder 1ntegrarlo en su propia visión. No sólo en su interpretación de la religión indígena, también en sus propuestas prácticas se ve claro este movimiento.
La civilización azteca, sostiene Sahagún, estaba adaptada a las inclinaciones naturales de sus creadores. Por ello alcanzó gran virtud. Los españoles, en cambio, destruyeron el regimiento que el indio había laboriosamente edificado, aniquilaron su estructura social e intentaron reemplazarla por otra del todo distinta. Sujetas como estaban sus inclinaciones personales por costumbres, leyes y creencias, al destruirse éstas, los indios cayeron en el vicio, la sensualidad y la pereza. Nadie puede sobrevivir, sin perderse, a la destrucción de su mundo cultural. La superioridad de Ia educación y regimiento antiguos se prueba en el escaso éxito de la co lonización. Señala Sahagún:
Es una vergüenza nuestra que los indios naturales, cuerdos y sabios antiguos, supieron dar remedio a los daños que esta tierra imprime en los que en ella viven, obviando a las cosas naturales con contrarios ejercicios, y nosotros nos vamos al agua abajo de nuestras malas inclinaciones; y cierto que se cría una gente así española como in diana, que es intolerable de regir y pesadísima de salvar. [Sahagún, T. I, p. 83)
Sahagún propugna, entonces, por regresar aun régimen social análogo al azteca, dentro de formas de educación e instituciones que pudieran ser equivalentes en el cristianismo:
Si aquella manera de regir no estuviera tan inficionada con ritos y supersticiones idolátricas, paréceme que era muy buena; y si limpia da de todo lo idolátrico que tenía, y haciéndola del todo cristiana, se introdujere en esta república indiana y española, cierto sería gran bien, y sería causa de librar así a la una república como a la otra, de' grandes males y trabajos a los que las rigen. [Sahagún, T, I, p, 83]
En su monasterio, Sahagún trató de realizar esa idea, al introducir prácticas semejantes a las que los indios tenían en sus escuelas, el tepochcalli y e! calmecac, traducidas naturalmente a las creencias y usos cristianos. Pero fracasó. El mundo del indio era distinto; al faltarle su propia dimensión religiosa y su propia mentalidad, las nuevas prácticas resultaron vacías e ineficaces. Sahagún comprendió la causa de su fracaso. El régimen antiguo estaba íntimamente ligado al mundo religioso del indio. Su cultura constituía un todo; sin fisuras; destruida su religión, tenían que perecer, sin remedio, su educación moral y la práctica de sus virtudes cívicas. Y Sahagún reconoce que la destrucción de Toda la cultura indígena era inevitable, una vez que se había decidido erradicar su «idolatría». Con un dejo de amargura comprueba:
Porque ellos [los españoles] derrocaron y echaron por tierra todas las costumbres y maneras de regir que tenían estos naturales, y quisieron reducirlos a la manera de vivir de España, así en las cosas divinas como en las humanas, teniendo entendido que eran idólatras y bár baros; perdióse todo el regimiento que tenían; necesario fue destruir todas las cosas idolátricas y todos los edificios, y aún las costumbres de la república, que estaban mezcladas con ritos de idolatría, y acom pañadas con ceremonias y supersticiones, lo cual había casi en todas las costumbres que tenía la república con que se regía, y por esta cau sa fue necesario desbaratarlo todo, y ponerles en otra manera de poli cía, de modo que no tuviesen ningún resabio de cosas de idolatría. [Sahagún, T. II, p. 243]
Tratar de retener una parte del mundo del otro sin aceptar el todo era imposible. De allí el fracaso del intento de Sahagún. ¿Qué ha pasado?
La figura del mundo tiene una función vital, no sólo teórica sino práctica. Supone una elección de sentido y valor últimos. Negarla, para Sahagún, sería negar su propia identidad, como euro peo, como cristiano; sería renunciar al proyecto global que presta sentido a su vida. Sería, por otra parte, quedarse vacío e inerme antena mirada ajena; tendría entonces que verse como el otro lo ve, correría el riesgo de ser dominado por él. Tiene entonces que inter pretar su propio mundo como real, y como ilusoria la visión ajena, lo cual equivale, después de intentar descubrir al otro como sujeto, a negarlo y sujetarlo a nosotros, es decir, a dominarlo.
La figura del mundo no puede ser negada en la medida en que nos protege de ser dominados por el otro y asegura nuestro domi nio sobre él. Esta función es paladina en conquistadores y juristas, como Cortés, Fernández de Oviedo o Sepúlveda, quienes sostienen el derecho de España de someter a los indios. El otro sólo puede ser comprendido en cuanto se le niega su papel de sujeto y se reduce a un objeto determinado por las categorías del europeo. Puede entonces ser dominado. Pareciera que en Las Casas y Sahagún, al abrirse al indio como sujeto de su propio mundo, al concederle derechos iguales y al escucharlo, desapareciera esa actitud de do minio. De hecho, Las Casas impugna con denuedo la dominación política de los españoles sobre las indias y su derecho a conquistarlas. Frente al discurso ideológico de conquistadores y cronistas al servicio de la Corona, su lenguaje es disruptivo, es visto por todos como subversión e incluso traición a los intereses de España. Aunque con menos acritud, la obra de Sahagún también es perci bida como peligrosa para la empresa colonizadora, tanto por la Corona como por la jerarquía eclesiástica. La difusión del punto de vista de los indios sobre su mundo, de sus creencias y aun de su lengua es considerada subversiva. Un decreto de Felipe II, de 1577, prohíbe expresamente conocer y, con mayor razón, difundir la obra de Sahagún. De hecho, ésta quedará inédita durante toda la época colonial y sólo se publicará, parcialmente, en el siglo XIX. Nada más peligroso que concederle la palabra al otro cuando se quiere dominarlo.
Sin embargo, ni siquiera estos autores subversivos ante el colonizador pueden librarse, frente al otro, de una inconsciente voluntad de dominio. Las Casas acepta al Indio como su igual y le concede los derechos que la Ley de Gentes da a todo hombre, pero no reco noce plenamente su diferencia, por no poder concebir otro para digma de interpretación del mundo que el suyo. Sahagún, por el contrario, escucha, comprende la diferencia del mundo del indio, pero no puede concederle igual validez que al suyo. En ambos, la propia figura del mundo es irrebasable. El intercambio con el otro sujeto sólo puede conducir a reafirmarla. La discusión se realiza, desde el inicio, en los límites que señala un solo paradigma, el del euro peo, y éste jamás podrá concebir que el resultado del diálogo fuera ponerlo en cuestión. Sólo el colonizado puede «convertirse», nun ca el colonizador. Cuando percibe ese riesgo, como Sahagún, de inmediato tiene que ponerle un límite. De lo contrario, pondría en peligro su identidad. ¿No hay aquí actitud inconsciente de dominio, previa a cualquier intercambio con el otro?
El estudió de la obra de Las Casas y de Sahagún puede iluminar los límites en el descubrimiento y reconocimiento de otro sujeto. Justamente porque sus obras impugnaban la dominación a que el otro estaba sometido, porque sus vidas fueron ejemplo de la vo luntad de apertura hacia él, su fracaso en reconocerlo cabalmente es más significativo. No puede atribuirse a mala fe ni a intereses egoís tas, debe tener un origen más profundo: la imposibilidad de poner en cuestión una creencia básica que asegura una función vital: afirmarse a sí mismo como dominador y protegerse del dominio del otro. Ésa es una función ideológica. Lo que hemos llamado «figura del mundo» es el último reducto ideológico que impide el reconoci miento cabal del otro, como igual a la vez que diferente.
Si Las Casas y Sahagún señalan límite en la aceptación del otro, ¿sería posible superarlo? Sólo sería factible sobre el supuesto de otra figura del mundo radicalmente distinta a la de ellos y de Todos los hombres de su época. Sólo sería posible si partiéramos de una creencia básica que aceptara, por principio, que la razón no es una, sino plural; que la verdad y el sentido no se descubren desde un punto de vista privilegiado, sino que pueden ser accesibles a otros infinitos; que el mundo puede comprenderse a partir de diferentes paradigma. Para ello habría que aceptar una realidad esencialmente plural, tanto por las distintas maneras de «configurarse» ante el hombre como por los diferentes valores que le otorgan sentido. Habría que romper con la idea, propia de toda la historia europea, de que el mundo histórico tiene un centro: En un mundo plural cualquier sujeto es el centro.
Sólo una figura del mundo que admita la pluralidad de la razón y del sentido puede comprender la igualdad a la vez que la di versidad de los sujetos. Reconocer la validez de lo igual y diverso a nosotros es renunciar a toda idea previa de dominio; es perder el miedo a descubrirnos, iguales y diversos en la mirada del otro. ¿Es esto posible? No lo sé. Y sin embargo, sólo ese paso permitiría conjurar para siempre el peligro de la destrucción del hombre por el hombre, sólo ese cambio permitiría elevar a un nivel superior la historia humana.
* Villoro, Luis, Estado plural, pluralidad de culturas, México, Paidós, págs.1998. 155-168.
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